La figura del Apóstol peregrino nos sale al encuentro para que, a través de su itinerario, podamos acercarnos más a Jesús. Santiago abandonó otros caminos para dejarse guiar por el que es “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14,6).
Santiago junto con su hermano Juan, los Zebedeos, son personas de carne y hueso. Con una madre de carne y hueso, muy propia: «Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda» (Mt 20,21). O sea, en los mejores puestos. ¡Menuda aspiración que tenía la buena señora!
Sin embargo, la dinámica del camino-Reino es distinta, nos hace participar en el cáliz de Jesús, con lo que ello comporta. El cáliz nos lleva a la Cruz, pero en ella está la Vida, que es nuestra meta.
Jesús, buen pedagogo, devuelve a sus seguidores el sentido auténtico del seguimiento: el servicio. El Camino tiene unas señales, unas flechas muy claras: “Servid amor, servid con amor”. Reflexionemos sobre ésta “sencilla” pregunta: ¿Sirvo amor, sirvo con amor? ¿A quiénes sirvo y cómo sirvo? ¿Quiénes quedan excluidos de mi servicio? Si no sirvo amor, ¿qué es lo que sirvo y para qué sirvo?
El Camino nos lleva a una meta: la Catedral de Santiago de Compostela, icono de la Jerusalén del Cielo. Al llegar allí, envueltos en tantas preguntas, abatidos por el cansancio, el abrazo al Apóstol se convierte en una posibilidad de comprobar la inmensidad de la nave central de esta emblemática iglesia. Por unos momentos, al abrazar a Santiago, nos sumergimos en esa visión panorámica única, un impulso para continuar el camino de la vida que nos lleve hasta el encuentro definitivo con el Amor.
Fernando Cordero Morales ss.cc.